5 de noviembre
FEZ – MEKNES – MOULAY IDRISS
El día no amanece con buena cara. A través de los tragaluces del techo se ve una luz grisácea y se escucha la lluvia.
Nos hemos levantado temprano y el hotel está en silencio. Nos preparamos y hacemos tiempo hasta que nos llegan algunos ruidos desde la cocina. La cocinera debe de haber llegado y estará cociendo huevos y cortando el pan y los bollos.
Cuando vemos a través del balcón que los encargados están por el salón común, nos decidimos a bajar.
Nos espera el espectacular desayuno de siempre y esta vez me pido un café con leche, aunque no me gusta mucho, pero cuando pedí un colacao o algo parecido, me dejaron sin nada.

Mientras desayunamos, vamos planeando el día… dentro de lo posible, porque sabemos que hay más imprevistos que “previstos”. La idea la tenemos. Ahora a ver como se porta el azar.
Salimos por una calle por la que no habíamos pasado antes y nos encontramos de frente con las curtidurías. Pues fenomenal, porque era otro de los puntos pendientes. Vamos a aprovechar a visitarlas y después nos encaminaremos hacia Meknes y Moulay Idriss.
Un cartel grande anuncia “Visita libre. Entrada gratuita”. Ya nos conocemos nosotros eso de la entrada gratuita. Siempre tiene truco, pero aún así, no nos vamos a marchar sin verlo y nos dejamos llevar por el paisano que está “dirigiendo el tráfico” en la puerta.
El acceso da a unas escaleras de frente y a una tienda a la izquierda. Nos facilita unas hojas de hierbabuena para el supuesto mal olor (allí no olía a nada más que a cuero, y no era en absoluto una sensación fuerte ni desagradable) y nos acompaña escaleras arriba. En el piso superior hay más tienda (ya estamos viendo como vamos a pagar la “entrada gratuita”) y nos explica cómo se curten y tiñen los cueros. Se utiliza caca de paloma y los tintes son todos naturales, provenientes de distintas plantas: el rojo de la amapola, el azul del índigo, etc.
La verdad es que me dan pena los hombres que están trabajando allí. No hace precisamente buen día y sin embargo están empapados trajinando en el agua, lavando y tiñendo cueros.


El proceso resulta apasionante. Es increíble ver como se sigue perpetuando ese oficio en estos tiempos que vivimos en que todo se hace con máquinas.
Desde aquella terraza no solo se ve en si la curtiduría. También se disfruta de una buena panorámica de la ciudad de Fez. Remoloneamos un buen rato haciendo fotos y gozando con las vistas, hasta que empieza a apretar la lluvia y nos damos cuenta de que se nos está pasando la mañana y hay más cosas que queremos ver.
Nos encaminamos hacia la puerta donde nos capta el amable caballero de la hierbabuena y nos invita a comprar algo. Echamos un vistazo por si nos gusta algo. Hay bolsos bonitos pero francamente, se me salen de presupuesto y tampoco tenemos mucho espacio libre en las mochilas. Busco y busco algo que comprar pero nada me cuadra. Viendo que nos íbamos a ir sin consumir, el hombre nos indica que su mujer tiene un herbolario “ahí al lado”. Nos dejamos llevar y, sabiendo que vamos a pagar más que en cualquier otro lado, dejamos nuestra pequeña contribución comprando una crema para la psoriasis por 100 DH.
Esta vez nos vamos directamente al tren. El taxi a la estación nos cuesta 20 DH y los billetes de tren, 22 DH cada uno.


El día sigue lluvioso y desapacible. El tren llega puntual, y una vez en Meknes buscamos la parada del 15, el autobús urbano que lleva hasta Moulay Idriss.

Por el camino aprendemos el arte de aprovechar las sillas veraniegas que con tanta facilidad terminan en la basura.
Después de infinitas vueltas por Meknes, siguiendo las indicaciones de unos y otros, que nos llevan primero a la otra estación de tren y después a recorrer la parte moderna de la ciudad, al fin llegamos a la supuesta “parada” de autobús, que consiste en un árbol donde la gente aguarda.
La espera se hace eterna. Van llegando todos los números de bus menos el nuestro. Ya nos estamos desesperando y, a punto de coger un taxi, vemos llegar al 15.
Nos conseguimos sentar (a pesar de tratarse de un autobús urbano, hay 30 km de distancia, unos 45 minutos), aunque el cristal de la ventanilla consiste en una chapa mal pegada que deja entrar el agua y el viento. Intento camuflarme detrás del asiento delantero, pero terminamos apetrujándonos los dos en el asiento de Jose, lo que tampoco viene mal porque hace un frío que pela.
El precio del trayecto es de 7 DH por persona, un regalo. Eso hace que duelan menos las manos congeladas.

Nos bajamos en Moulay Idriss. De milagro, porque nos da por preguntar al ver que se baja bastante gente.
Nos quedamos en medio de una cuesta de la carretera. A la derecha un mercado y de frente lo que parece el pueblo, al que hay que llegar por una empinada pendiente, como no, hacia arriba.
Nos sentimos observados. Ya sabemos que no es un pueblo turístico. Hasta no hace tanto tiempo, únicamente se permitía la entrada a los musulmanes. Se trata de una ciudad santa. La más santa de Marruecos. El que no tiene suficiente para ir a La Meca, peregrina aquí a adorar el mausoleo del musulmán que da nombre al pueblo, fundador, por cierto, de la primera dinastía árabe en Marruecos. Obviamente, los cristianos no podemos entrar.

Subiendo un poco, vemos que al otro lado hay otra colina con la continuación del pueblo. Más arriba nos sorprenderá la preciosa panorámica que, dicho sea de paso, mejoraría mucho si dejara de llover y asomara un poco el sol.

Nos ponemos a trepar por las callejas del pueblo buscando la mezquita que, además, tiene un minarete cilíndrico verde, único en Marruecos. Subimos y bajamos. Nos encontramos con calles sin salida y, de momento, solo vemos estas preciosas vistas metiéndonos entre unas casas. Un poco desesperados, preguntamos a un niño que, previo pago, nos acompaña a la mezquita.
La famosa mezquita, en si, es un churro (vista desde fuera, claro). Por dentro, no tenemos el placer de poder verla.

El minarete, en cambio, si que cumple expectativas. Está hecha con teselas blancas y verdes, con un (suponemos) interesante texto del cual no entendemos ni palabra. Según leemos en nuestra guía, se erigió en 1939.

Desde lo alto vemos otra mezquita con un cementerio, el típico estilo marroquí.


No encontramos mucho más que ver, y tampoco la gente es acogedora. Llueve con más furia. Estamos ya un poco hartos de este pueblo y decidimos bajar a buscar el autobús, pero primero queremos asomarnos a la parte del mercado que hay al otro lado de la carretera.

Ciertamente, lo único interesante que encontramos es un bocata de albóndigas, que nos cuesta algo más caro de lo habitual, pero ya contamos con que los pocos turistas que pasamos por aquí tenemos que pagar prenda. Aún así, 2 bocadillos (no muy grandes) y una cocacola nos cuestan 40 DH. Ya quisiera yo que me costara eso en Burgos.
No queremos que se nos escape el autobús de ninguna de las maneras, así que agarramos el bocadillo y chapoteamos hasta la parada.

En el último bocado le vemos llegar. Ole ole. Estamos deseando un techo y un asiento calentito. Nada más lejos de la realidad. El autobús, de nuevo, tiene ventilación por todas partes. Nos acurrucamos en el asiento y nos pasamos media hora con la melena al viento. Nos consuela pensar que tan solo nos cuesta 7 DH, pero llegamos a Meknes congelados y entumecidos. No nos quedan ni ganas de patearnos la ciudad hasta la estación del tren, así que, en contra de nuestros principios, cogemos un taxi, que nos cobra 8 DH.
Para variar, llegamos justo a tiempo de la salida del tren. Compramos el billete al arrebato y corremos desesperados para no perderle. 44 DH y un vagón calentito. No tiene precio.
Los otros ocupantes del compartimento son una pareja peculiar. Un inglés y una española muy enamorados. Ella le enseña español y él no hace mucho caso. Está mucho más interesado en asesinar a los niños que corretean por los pasillos. Tampoco me extraña, la verdad. No paran de dar guerra en todo el camino.
Cuando al fin llegamos a Fez estamos hambrientos y sedientos. Me apetece una cerveza y, aunque estamos en la “ville nouvelle” no son fáciles de conseguir, así que enfilamos hacia Carrefour, que no queda lejos y suponemos que las venderán.
Entramos en un centro comercial, muy lujoso y “europeo”, lleno de tiendas de ropa de marca. Nos preguntamos cómo se las apañan para pagar esos precios, teniendo en cuenta el nivel de vida que vemos fuera de allí.
Cuando encontramos Carrefour, nos da un ataque de compras, sobre todo a mi, que literalmente atraco el stand de las especias. Compramos agua y cocacolas, pero la cerveza no aparece por ninguna parte. Mientras aburro la tarde al pobre dependiente de las especias preguntando cuales son y para que se utilizan, Jose se hace un triple tour por el establecimiento sin encontrar las dichosas cervezas. El dependiente se empeña en señalarle donde supuestamente se encuentran, pero allí no hay más que bollos.
Me apunto al tour y nos pateamos toda la planta preguntando a todos los dependientes, que invariablemente nos mandan “a la derecha de las cajas”. A punto de renunciar, nos parece entender algo de que hay que salir fuera de la tienda. No entendemos nada. Nos dicen algo de una cueva.
Nos rendimos y pagamos la compra. 89,95 DH. Cargamos la mochila y echamos a andar, cuando vemos un cartel con una flecha para abajo que pone “Carrefour Cave”. Anda, la mar. A ver si va a ser esto lo que nos decían.
Pues si, era eso. Si, claro, a la derecha de las cajas, pero fuera de la tienda y una planta más abajo.
La sorpresa es infinita. Aquello parece la alcoholera del norte.
La “cueva” no es muy grande pero está repleta de todo tipo de alcoholes. Sólo hay bebidas con alcohol, nada más. Eso si, ahí escondido para que no haya tentaciones.
Nos olvidamos de whisky, ron tequila y demás y nos acercamos al muestrario de cervezas. Elegimos una de cada (mi afición más tonta es coleccionar latas de bebida) y nos vamos a la caja, donde pagamos 58 DH y salimos pitando porque nos morimos de hambre.
A la salida, un chico nos ofrece a llevarnos en un tuk-tuk hasta el hotel. Nos sentimos tentados y pasamos unos momentos pensando que preferimos, si cenar o ir en tuk-tuk. Decidimos cenar y luego volver. Nos despedimos y empezamos a buscar un restaurante barato.
Echamos a andar por una avenida grande y moderna. Enfrente se encuentra el hotel Barceló. Paree que estamos en otro país, tan diferente al laberinto de la medina.
Un cartel en la calle anuncia un restaurante de comida rápida. No es muy estiloso, pero por allí no vemos nada que ofrezca especialidades marroquíes y no tenemos intención de seguir buscando.
Entramos al “snack bar” y Jose se pide un menú de hamburguesa. Yo prefiero un crepe salado y un batido de aguacate. Nos mandan al piso de arriba, que, al igual que el de abajo se encuentra totalmente vacío.

Elegimos una mesa al lado de un frigorífico cerrado con candado y ¡oh, sorpresa! tiene servilletero. Con una sola servilleta, eso si. L’Original se llama el burguer y está en la avenida de Hassan II. Nos cuesta 71 DH que hay que discutir con el empleado porque aquello de las sumas no parece su fuerte.

A la salida, con la mochila llena de cervezas y la panza llena, no nos apetece demasiado regresar hasta Carrefour y buscar al chico del tuk-tuk, además no sabemos si seguirá allí, porque el tiempo es bastante malo.
Buscamos un taxi y nos lleva a otra entrada diferente de la medina que, según él, también es la mejor para llegar al Dar El Karaweine. A este paso nos vamos a conocer las ciento y pico entradas de la ciudad.
Para no perder la costumbre, nos despistamos, pero en la plaza vemos un mapa de la medina que ya podríamos haber encontrado antes. Tampoco se si nos hubiera sacado de muchos apuros, pero siempre resulta útil.

Finalmente, y gracias a la cercana mezquita del mismo nombre, logramos aterrizar en el dar.
Como siempre, echamos un vistazo a la ruta de mañana antes de irnos a dormir. La idea es visitar Volubilis. A ver si esta vez lo conseguimos.
Nos sepultamos debajo de un montón de mantas y caemos rendidos.