1 de noviembre
Meknes - Midelt
Nos levantamos acalorados. Al menos, la ropa se ha secado, menos mal. Salimos del hotel sin pena ni gloria. Allí no hay humano vivo, ni en la recepción, ni por los pasillos.
Hacemos el camino inverso para llegar a la estación de autobuses. Por supuesto, sigue lloviendo.
Cogemos el billete para Midelt. Son unos 200 kilómetros. Nos cuesta 60 DH por persona (un regalo si lo comparamos con Alsa, jeje). Como no hemos desayunado, buscamos por los locales de la estación. Afuera vendían frutas y fritangas, pero después del éxito de ayer perdiendo el tren, no nos queremos arriesgar. Pedimos un par de bollos (más resecos que la mojama) por 60 DH y, por si acaso, una bolsa de patatas, agua y cocacolas. Esto último nos cuesta 16 DH.
Arranca aquel eterno autobús hacia el sur. Nuestras esperanzas de buen tiempo se van desvaneciendo según avanzan los kilómetros.

El autobús va despacio. Muy despacio. Los coches se impacientan y nos adelantan a pares, por derecha e izquierda. Nos asomamos a mirar la “carretera” y reconocemos que, para correr no está. Éste es su aspecto:

Nos resignamos y pensamos que mejor llegar enteros que llegar pronto. La carretera está intransitable.

A medida que los kilómetros avanzan, nuestras esperanzas de que el tiempo mejore van decreciendo. No puedo dar crédito cuando me parece ver nieve a través del cristal. No puede ser. Limpio como puedo una parte del empañadísimo cristal y si. Hay nieve. Y cada vez más.

El autocar ha hecho una parada en una estación en mitad de las montañas. El paraje es precioso, pero no vemos la ciudad. Nos dicen que se trata de Sefrou. Algunos vendedores en la calle cocinan guisos y te. Dentro de la estación, me llaman la atención unos fritos redondos. Pregunto qué es y me dice que pomme de terre o algo así. Me pido uno para probar (tan solo 10 DH) y me encanta. Está un poco picante y con un sabor muy rico. Un chaval vende nueces peladas y poco más.

Recogemos velas y seguimos camino.
Para nuestra sorpresa, el cielo empieza a abrirse y hasta se ven algunos rayos de sol. Dentro del autocar hace viento. No puedo entender cómo, pero así es. Lo achaco a que, seguramente, la puerta no cierra bien. Me estoy congelando.
Jose, en cambio, tiene hasta calor. Le sale la calefacción por el lateral y no nota el aire.
De pronto, llega una ventolera de aire y polvo. Miro hacia arriba pensando si se habrá arrancado la ventanilla del techo, porque en la parada ya hemos visto que medio autobús va pegado con masilla. La ventanilla sigue intacta. Miro abajo y de nuevo mis ojos no dan crédito a lo que ven. La trampilla del suelo va volando como una alfombra mágica. Se mantiene en el aire a unos centímetros del suelo. Los otros viajeros (todos marroquíes, aquí no hay ningún turista además de nosotros) me oyen exclamar y señalar al suelo. Se incorporan para mirar y empiezan a partirse de risa. No queda otra que abrigarse y recordar cuando pare no pisar allí, no nos rompamos una pierna. Resulta algo surrealista ir viendo la carretera a nuestros pies, como si fuéramos en helicóptero.
Resignados, miramos el maps. Ya no queda mucho. Aún así, el autobús hace otra parada.
Ha salido el sol y nos vamos a estirar un poco las piernas. Con lo poco que queda, pensamos que será una parada breve para ir al aseo.
Echamos un vistazo a los puestos y tiendecillas, pero son de tema único: manzanas. Esta es la tierra de las manzanas y se suceden uno tras otro cajones repletos de ellas.

Aburridos de tantas manzanas (con un aspecto exquisito, por cierto), volvemos hacia el autocar. Con este frío apetecería en todo caso algo caliente, aunque no tenemos hambre. No hemos quemado aún los bollos resecos de la mañana.
El conductor ha aparcado justamente delante de un bar de comidas. Con sorpresa, vemos que los viajeros que iban con nosotros están sentados tranquilamente comiendo ( ya ha pasado con creces la hora de comer). Unas patas de carne cuelgan al fresco y un hombre anima con un cartón unas brasas donde hay unas pequeñas parrillas con albóndigas, filetes y verduras.
Unas cuantas mujeres comen albóndigas con los dedos y rebañan el plato con pan crujiente. Los jugos gástricos se nos empiezan a mover e intentamos pedir un plato de lo mismo.

Se nos acerca un chico que habla algo de español y nos ofrece su ayuda.
Le explicamos lo que queremos y nos pregunta que cuánta carne queremos.
Pues un plato para dos, respuesta obvia.
Resulta que se pide la carne por peso o por precio.

No tenemos la menor idea de cuanto pueden pesar un plato de albóndigas. Después de un rato, deciden ponernos lo que les apetezca. Nos preguntan si tomate y cebolla también. Pues si, también. Un completo. A ver si nos da tiempo a comerlo, vamos con retraso respecto al resto.
Aquello del cartoncito es muy lento. Un autobús toca el claxon y salimos escopetados, pero, falsa alarma, era el de detrás.
Finalmente sale el plato de albóndigas. Tuvieron la deferencia de ponernos unos tenedores y hasta servilletas. Nos ponen un cuenco con sal y alguna especia y hacemos lo que vemos, mojar en ella las albóndigas.
Siendo sincera, nunca se me habría ocurrido mojar en comino las albóndigas, pero están exquisitas. Han cortado la carne de una de esas patas (nos explican que es de toro porque allí las vacas las guardan para leche), la han triturado allí mismo y la han revuelto con una mezcla de algo (nada de lo típico del perejil) que las da un sabor increíble, el comino las da un toque único.


No dejamos nada. Rebañamos el plato y nos terminamos todo el pan (allí nada de trozos de barra, son tortas de pan enteras).
Como no hay pinta de que reanudemos el viaje, caminamos un poco hacia el otro lado y nos encontramos un río que baja como un loco. Se nos acerca el que habla español y nos cuenta que a veces arrastra hasta ovejas. Durante todo el camino hemos visto ovejas con la cabeza negra, no sabemos qué raza serán, pero resultan extrañas.


Este pueblo se llama Zaida, y el río Oued Melouiya (creo que oued debe significar río).
Por fin el conductor se anima a seguir la ruta. Montamos de nuevo en el trasto y sin más paradas, llegamos a Midelt.
Se detiene en una gasolinera (¡cómo no!) y se baja mucha gente. Nos dicen que no es el final del trayecto y aprovechamos para preguntar si el hotel Atlas queda más cerca de aquí o de la parada. De aquí, nos responden. Cogemos nuestros enseres y bajamos a toda prisa del bus.
Hemos visto en la guía varios hoteles, todos cercanos. En principio hemos elegido el Atlas, pero hay tiempo y vamos a comparar precios. La tarde está despejada, pero el aire que viene de las montañas es frío. Nos parece mentira estar en Marruecos. Nos rodean altas cordilleras y todo se ve verde y húmedo. Es un paisaje precioso.
Un hombre al que hemos preguntado nos acompaña para indicarnos el hotel. No queremos que venga hasta la puerta porque la costumbre es que se lleven comisión, así que nos despedimos en la esquina y nos encontramos frente a frente con un hotel que en nada se parece a las fotos que hemos mirado en internet.

Una chica encantadora y guapa nos abre la puerta. Habla español bastante bien. Nos muestra las habitaciones, escalera arriba. Cuesta 120 DH, con el baño fuera. Optamos por compararlo con los demás y la decimos que nos gustaría que tuviera el baño dentro y que si no, volveríamos.
El siguiente en visitar es el hotel Alí. Nos sube hasta una terraza (muy mona) adonde dan las habitaciones. Baño afuera igualmente. No quiero ni pensar en el terror que me daría atravesar la terraza con ese bris serrano a altas horas de la noche para ir al aseo, además del frío que debe entrar por debajo de la puerta.



Este hotel tiene un precio similar, algo más caro (150 DH). Le digo que ahí hace mucho frío y nos dice que las tiene con calefacción y baño. Se ve que al vernos con la mochila, ha decidido enseñarnos las peores. De todas maneras, las confortables disparan el precio y no nos animamos a quedarnos allí.
Solamente nos queda el hotel Bougafer, pero nada más ver la entrada imaginamos que el precio va a ser bastante más alto.


Este hotel, aún siendo barato, duplica el precio, y solo vamos a quedarnos una noche. Tiene incluso salas de estar comunes , pero preferimos algo barato, que todavía nos queda mucho viaje por delante.
Regresamos al Atlas y le preguntamos si no tiene alguna habitación con baño aunque sea un poco más cara y nos dice que si pero de 4 camas. Imaginamos que duplicará el precio pero nos dice que nos lo deja igual. Que ya podría haberlo dicho antes y nos evitábamos el paseo, pero bueno.
Por la escalera nos avisa de que el wc es turco y que la ducha va aparte, de pago.


Ni siquiera nos planteamos la posibilidad de darnos una ducha. En el pasillo la temperatura es muy baja y aquello está casi a la intemperie.


El WIFI es gratuito, pero nos avisa que hasta ese piso no llega.
Las vistas desde las ventanas son increíbles.
Un letrero avisa de que está prohibido usar un “ladrón” en el único enchufe de la habitación. No se como piensan que los cuatro durmientes carguen sus móviles. Igual hay que hacer turnos por la noche para ir cambiando los cargadores.

Llevamos un cargador múltiple para la mayor parte de las baterías que van a través de USB. Merece la pena aunque sea un poco caro. Tiene 4 salidas rápidas y 2 ultrarrápidas. Lo hemos comprado en Amazon por 27 € y nos ha sacado de varios apuros como éste. Además tenemos un cargador externo de baterías, con 3 baterías de repuesto, para las cámaras de fotos y de vídeo que comparten el mismo modelo. Eso es también muy útil para no tener que llevar pilas de diferentes tipos.
El externo lo colgamos de un enchufe que hay sobre la puerta del baño y el resto compartiendo el único de la habitación. Esperamos no quemarle la instalación.
Queremos irnos a conocer la ciudad antes de que caiga la noche.
En Midelt, aparte de las estupendas vistas del Atlas y ser la base para hacer excursiones al desierto y a las montañas, posee una kasba y un monasterio católico: Nuestra Señora del Atlas. Nos encantaría volver para hacer senderismo y disfrutar de los lagos, llanuras volcánicas y demás maravillas que ofrece esta región de Marruecos. Pero el objetivo de este viaje es más callejear y ver pueblos, por lo que preferimos preparar otras vacaciones que estén más enfocadas a la naturaleza y continuar éste así.
Nos encaminamos a la kasba. Esta ciudad, el único turismo que tiene son los todoterrenos que se dirigen al desierto, por ese motivo nos sentimos algo especiales. Las mujeres abren las puertas para mirarnos y los chiquillos nos gritan en francés, mientras se esconden por las callejueles, “ladrones, ladrones”, o eso creemos entender. No sabemos bien por qué nos consideran tal cosa, pero cuando nos empeñamos en preguntar para encontrar el monasterio, no recibimos ningún rechazo, al contrario.
La Kasba es muy bonita, aunque (qué sorpresa) muy poco cuidada.


La recorremos un par de veces mientras intentamos localizar el monasterio.

Preguntamos a unas jovencitas que se ríen mucho muertas de vergüenza, mientras se ofrecen a acompañarnos. Para nuestra sorpresa, nos dejan en un portal “donde vive la sor”. Hemos recorrido una distancia interesante, así que, aunque eso no es lo que buscamos, nos quedamos a dar un paseo por ese barrio. Al fondo se ven algunas construcciones en barro y el sol ocultándose entre las montañas.
Aceleramos el paso y es entonces cuando encontramos a la izquierda de la calle lo que sin duda es el convento, pero ya está cerrado.

Algo que nos va sorprendiendo durante todo el viaje, es que los carteles de algunas instituciones y demás, están escritos en árabe, francés y en unos signos que no conocemos. Suponemos que sea bereber. Buscamos en internet y, en efecto, parece que se trata de ese idioma. Siendo sincera, jamás había visto nada escrito en esta lengua.

Echamos un vistazo a los horarios de las monjitas, pero no vemos claro que nos cuadren para ver el monasterio por dentro porque, en realidad, tan solo muestran los horarios de los oficios y no de las visitas.

Para volver, atravesamos por mitad del campo para llegar de nuevo a la carretera. Paseamos un poco por la parte más moderna mientras nos damos cuenta de que el estómago empieza a protestar. Además, tengo ganas de tomarme una cerveza fresquita, que estoy un poco harta de tanta cocacola.


Tiene encanto este lugar, de veras. Si no buscas algo espectacular y turístico, aquí te encontrarás muy cómodo. Es interesante y tranquilo. La naturaleza es impresionante, y la ciudad, agradable.
Buscando algo para cenar, aterrizamos en un zoco bastante extraño. Puestos de calcetines y chandals frente a comercios de joyas. Nosotros queremos comprar algo de comida y un par de cervezas, pero parece que no vamos por el buen camino.
Al fin, en la misma calle principal, localizamos la tiendecilla donde venden las cervezas.

Compramos varias, a precio de oro para lo que es Marruecos: 16 DH cada una, ¡qué barbaridad! Pero bueno, nos permitimos ese lujo, las echamos a la mochila y nos vamos a la caza de algo que zampar. No tenemos demasiadas esperanzas, porque se ha hecho un poco tarde y ya no hay puestos en la calle y los bares están cerrando.
En una calleja a la derecha, uno está iluminado. Nos acercamos. Ya están barriendo pero nos animan a entrar. Fritura de pescado. Y punto. Por mi, genial, aunque a Jose no le hace demasiada gracia. Nos la enseñan y pedimos una ración para llevar. Hay un montón de peces diferentes y algunas gambas, por 30 DH.


Nos ponen todo dentro de una bolsa de papel, incluidas dos bolsitas de plástico con salsas, que resultan no estar bien cerradas y terminan desparramándose por mi jersey.
Camino del hotel nos encontramos con un pequeño local abarrotado de hombres comprando bocatas de albóndigas. Se nos hace la boca agua y entramos nosotros también. Salimos con albóndigas, pan y dos tortitas de esas de patata que probamos en la estación de autobuses de Sefrou.
Ahora si que nos vamos directos al hotel.
Mesa no tenemos, pero si 4 camas y 2 banquetas. Improvisamos una mesa de emergencia a los pies de una de las camas y sacamos toda la artillería.

Después de cenar, el frío en la habitación se nota aún más. Con buen criterio, dejan abierta la cama por medio de la manta. Al principio pensábamos que no había sábanas, pero si que las hay debajo. Lo cierto es que con esa temperatura, apetece más meterse entre mantas. Además, bajamos todas las que tienen dobladas en el estante y nos las repartimos. En definitiva, yo me acosté con una manta debajo y 5 encima. Frío no pasé, pero reconozco que hacer el menor movimiento resultaba un suplicio con tanto peso encima.
Con la nariz congelada y el aliento hecho cubitos, nos quedamos dormidos.