
LISBOA
12 DE OCTUBRE AL 14 OCTUBRE 2018
Día 13 de octubre. Segundo día en Lisboa
Nos cuesta un poco arrancar después de la paliza de ayer. Por fin salimos y nos vamos a desayunar al mismo sitio que cenamos ayer. A ver que nos pone. Lo mismo pedimos un bollo y nos trae un torrezno. Sorpresa, sorpresa.
Como el pastel de ayer no nos ha fascinado, nos animamos a explorar nuevos horizontes. Yo me pido una tartaleta y Jose un pepito. ¿Y de beber? Hemos comprobado que los cafés lisboetas son imposibles. Café con leche del tamaño de un café solo. ¡Qué digo! ¡Más pequeño!
Jose se decanta por una cocacola, pero yo vuelvo a pedir un zumo de naranja. Me pregunta si lo quiero natural y titubeo…. Hombre, pues claro que lo quiero natural, pero no me apetece otro sablazo como el de ayer.
La camarera me enseña el de bote y me decido rápidamente por el natural. Que sea lo que dios quiera.
Hoy hay otra persona en la barra y decide traernos lo que hemos pedido.

El zumo está muy rico. Los dulces, normalitos. Y la factura mucho más adecuada que ayer: 5,35 €.
Arrancamos de nuevo a la pesadilla del puente. Esta vez vamos muy despacio y nos detenemos en un lateral. Me bajo del coche y correteo hasta el peaje. Allí descubro que bajo los arcos que, casualmente, tienen fundidas o apagadas las indicaciones, se paga manualmente. Pues ole. Un problema menos.
Cruzar el puente 25 de abril cuesta 1,80 €. Pero resulta que por salir de Lisboa no cobran, así que únicamente nos toca pagar cuando vamos hacia allá.

Más tranquilos (tan tranquilos que nos pasamos dos veces los desvíos incomprensibles y nos perdimos por la ciudad), cogemos la ruta hacia el palacio da Pena.
Nos detenemos en un pueblo llamado Queluz. Hace un frío que pela, y nosotros hemos venido tan farruquitos en pantalón corto. Nos enfundamos el jersey y salimos a echar un vistazo al palacio.
Se le ve muy majestuoso, y enorme. Está inspirado en Versalles, parece ser, y la reina María I vivió allí gran parte de su reinado. No debía de resultarle muy confortable, porque la pobre mujer se volvió loca.



No sabemos si es el frío o la humedad, pero lo cierto es que acabamos de salir y ya tenemos ganas de ir al baño.
Se ven un par de bares. Para no perder la costumbre, elegimos mal. Entramos al que no tiene baño, además de reinar allí un ambiente bastante particular para las horas que son.


Como no nos queda otra opción, cruzamos al de enfrente, el restaurante del Rei. Nos cobran 4,40 € por un par de botellines que nosotros mismos sacamos a la mesa.


Lo que me resulta chocante es que en el aseo tienen la manguerita esa tan típica de los países árabes. Por suerte, también funciona el método occidental.

Se nos está haciendo tarde y a este paso no vamos a poder ver el palacio da Pena, que es básicamente lo que me trae a este país.
Llegamos a Sintra y nos encontramos con que el atasco empieza abajo, en el pueblo. La gente deja los coches donde puede y sube andando o coge un autobús. El palacio se ve allá en lo alto, y subir andando nos va a quitar demasiado tiempo para poder ver otras cosas, así que seguimos subiendo.
Queremos visitar también el convento de los capuchinos, Monserrate, Cascais, Estoril, el casino, la boca del infierno y un pueblo que se llama Azenhas do Mar. Ya nos damos cuenta que hay que empezar a quitar cosas porque a todo no nos da tiempo.
Mientras avanzamos lentamente, vemos que el Convento Dos Capuchos sale en otra dirección. Genial, porque ese no nos le queremos perder, así que nos desviamos y dejamos que la fila eterna de coches siga su camino.
Hay que ser muy optimista para llamar carretera a la vía que conduce al convento. Cabe un coche y un poco de otro. Nos llevamos algunos sustos con conductores que van desquiciados en sentido contrario y por fin vemos la indicación del aparcamiento de coches y otro de burros. Bueno, lo de los burritos debe ser una residencia o algo así.
El entorno del convento es precioso. Estamos en pleno monte y la vegetación está verde y exuberante. Ni rastro del incendio que supuestamente estaba asolando Sintra.
La visita cuesta 7 € por persona, pero realmente nos merecen la pena.

Lejos de la masificación de Pena, aquí nos encontramos casi solos, lo que lo hace aún más misterioso.


El convento se halla deshabitado desde mediados del siglo XIX y las obras de rehabilitación tienen aspecto de ir bastante lentas. Entre medias salen restos arqueológicos y en el mapa que dan con la entrada, hacen referencia a los árboles y plantas de la zona.

Enseguida nos cautiva este lugar.
Estos monjes eran muy sufridores. Sin ningún lujo, hicieron además todo en pequeñito, lo que les obligaba a ir encorvados. Supongo que su ascetismo era una ofrenda a Dios. Lo único que se permitieron fue recubrir de corcho los techos. Es increíble. Las habitaciones son tan pequeñas que ni siquiera se podrían estirar para dormir, y las puertas…


Y eso que nosotros no somos altos…
Éstas son las entradas a las habitaciones de los monjes.
Nos vamos orientando con el mapa, pero aquello es un laberinto y terminamos sin saber si estamos en la celda de castigo, la habitación del prior o la enfermería.

Tienen una pileta en la que supongo se bañarían en agua fría. Qué moral. Todo está en miniatura. Hasta los escalones son insuficientes para apoyar siquiera un pie pequeño.


Siguiendo el plano, salimos de la casa y nos lanzamos a explorar los alrededores. Hay un mirador en lo alto de una roca al lado de la capilla del Señor crucificado. Pues allá que vamos.
Para empezar, y siguiendo nuestra inercia, enfilamos un camino que al rato deja de serlo para pasar a ser rocas y terminar contra un muro.
Oteamos por encima del muro para ver si es muy alto, porque al otro lado se ve un camino bastante hermoso. Cuando estamos subidos en las piedras y a punto de saltar, aparecen otros visitantes que hablan inglés y que nos preguntan si nos hemos perdido. Les decimos que si y les hace mucha gracia, así que aprovechamos para preguntarles si la ermita está por allí. Que si. Pues saltamos, no vamos a retroceder todo lo andado.
Cogemos camino arriba hasta que otra vez va desapareciendo la senda. Pero la roca está ahí, por lo que seguimos metiéndonos cada vez más entre la vegetación, que por cierto, vaya plantas más desagradables, llenas de pinchos que nos dejan las piernas todas arañadas.
La senda se estrecha, hasta que no quedan más que las huellas de algún otro tarado como nosotros que también quiso ver al Señor Crucificado.
Trepamos hasta el pedrusco que intuyo es el mirador. Las vistas son espectaculares, pero ni rastro de la capilla.

Hemos trepado a todas las rocas, nos hemos arañado con todos los pinchos, hemos seguido todas las pisadas y allí no hay ni capilla ni Señor ni nada.
Anda, pues vamos a volver por otro camino más cómodo. Damos un pequeño rodeo y vemos que por ahí ya habíamos subido…. ¡Y que esa es la roca que andábamos buscando!!
No os fieis mucho del mapa. No se qué perspectiva han dibujado pero la piedra no está arriba del todo sino a mitad de camino. Y de capilla nada. Son tres piedras y un hueco en medio.

“Un lugar de meditación” nos dice después el señor de la tienda. Pues haberlo dicho, hombre, que casi perdemos los dientes en el intento.
De vuelta echamos otro vistazo al interior y nos planteamos que, o comemos o vamos al palacio. Las dos cosas no van a poder ser.


Lógicamente, ganó el palacio así que con el estómago protestando desandamos la “carretera” y rezamos por que haya cesado el atasco.
En una curva nos encontramos con una entrada a algo, un montón de gente y un sitio para aparcar. El castillo sigue viéndose lejísimos. Nos abalanzamos al hueco para el coche y bajamos a enterarnos.

Preguntamos a un guarda, a ver si nos explica adónde se entra allí, porque, pensamos, al castillo no puede ser, que está a tomar viento.
Nos cuesta entenderle porque se explica fatal, la verdad. Resumiendo, eso es una entrada pero arriba hay otra. El castillo de los Moros está a unos 200 metros más arriba y por aquí entras a los jardines.
Bastante confusos, nos acercamos a lo de los moros. A 200 metros está la entrada, si, pero el castillo se ve allá en un alto.

Mejor lo dejamos para después, y ahora vamos a lo que vamos.
La idea de entrar abajo nos resulta un poco absurda (pues no, no lo es. Luego os cuento por qué) y nos planteamos si dejar ahí el coche o arriesgarnos a subirlo hasta arriba.
Hay montones de tuk-tuk subiendo y bajando a gente. Uno de ellos nos dice que no merece la pena porque desde arriba solo se ve la parte amarilla. Yo cada vez entiendo menos.
Finalmente nos montamos en uno que nos sube hasta la otra entrada por 5 €. Qué morro. Son pocos metros más que la entrada al castillo de los moros y más que subir, baja. Seguimos sin entender nada. Pero, ¿adónde va este? ¿No debería subir?
Se para en otra taquilla (el castillo sigue a tomar por saco) y dice que ya estamos. Pues vaya bicoca. Ahora estamos aún más lejos.
Sólo queremos ver el castillo por fuera. Lo de las habitaciones majestuosas no nos importa nada, y desde ahí, desde luego, vemos bastante poco.
La entrada cuesta la friolera de 14 eurazos. Ahí es ná. Lo cierto es que preguntando nos enteramos de que se puede ver por fuera el castillo y los jardines por la mitad. 7,50 €.
Hemos leído que la visita por dentro incluye solo 2 habitaciones y la cocina (que después comprobamos que la cocina se ve también con la entrada del exterior). ¿¿7 € por 2 habitaciones?? ¡Anda ya!

¿Os habéis fijado en que en todos los tickets pone el capital social de la empresa? No hay secretos para nuestros amigos portugueses.
Nos hacemos con la entrada del exterior y echamos a andar. Nada más pasar el control, una cola enorme. ¿Desde aquí abajo hay que ir en fila?
Empiezo a desesperarme.
Qué va. La fila es para coger un autobús hasta el dichoso castillito, que estoy empezando a coger manía.
Pasamos de esperas y de autobuses y empezamos a subir la cuesta entre chinos y españoles. No cojáis el autobús, que no merece la pena. Es una cuestecita, pero vamos, que no es para tanto.
¡¡¡Al fin!!!!
Llegamos a la entrada del castillo. Ciertamente es precioso. Parece sacado de un cuento de hadas. Lo malo es que está abarrotado. Supongo que hemos elegido un mal día para visitarlo.


Recorremos todo el castillo, cocina y capilla incluidas, y nos hacemos un montón de fotos. Lleva su tiempo, sobre todo con tanta humanidad, porque hay que andar dejándose paso y esperando para poder hacer las fotos.
Al fin decidimos salir de allí.
Cogemos otro camino y nos encontramos en medio de los jardines y ningún rastro de la salida.
¡Anda, si tenemos un mapa que nos dieron al entrar!

Ahora no nos sorprende lo que nos dijo la chica andaluza al entrar, que llevaban ahí todo el día.
Los jardines están llenos de cosas para ver. Dispersas, eso si. Así que mientras vamos bajando nos orientamos (es un decir) con el mapa para ir recorriéndolas de camino a la salida.
Lo primero que nos topamos es el invernadero, de donde amablemente nos echan porque van a rodar una película.
Aquello es enorme, como podéis comprobar. Queremos ver el templo de las columnas, por lo que, casi en la salida, nos toca volver al principio.
Para ver los lagos tenemos 2 opciones. O volver a recorrer todo el parque y llegar adonde estábamos antes de que nos entrara la estúpida idea de ver el templo de las columnas que, realmente, es una birria, o llegar a la entrada principal, salir y entrar de nuevo por la entrada de abajo.
Otro guarda nos dice que si salimos, no podemos volver a entrar. Por eso os decía antes que es preferible entrar por la entrada de abajo y ya los vais viendo por el camino.
Este mismo señor nos dice que hay que ir desalojando el parque porque hay alerta naranja por un temporal. Buscamos en internet y resulta que si, que el huracán Leslie está entrando por Lisboa. 500 años sin huracanes y tiene que venir hoy, qué suerte.
Obedientemente, salimos del parque y nos conformamos con hacer una foto a lo lejos desde el sitio donde está aparcado el coche.

El retorno al coche lo hicimos, lógicamente, andando y nos olvidamos del resto de lugares del parque porque ya no dejan entrar.
Con este panorama, nos entran dudas de qué hacer. Alerta naranja impone un poco, pero lo de meternos ahora en el apartamento no entra dentro de nuestros planes.
¿Y qué hacemos?
Pues la Boca del Infierno debe ser una pasada con temporal. Está en Cascais, y de allí, si no nos lleva el viento, nos vamos a cenar y al casino de Estoril. Hemos cogido ropa por si acaso. No dejan entrar con sandalias bajas ni playeras.
Llegamos a Cascais sin problemas y preguntando a un señor encontramos la famosa, y preciosa, Boca del Infierno.
Allí se aparca en la calle, pagando la ORA (bastante cara) y hay mucho movimiento de coches, por lo que no nos cuesta aparcar.
La boca del infierno en un arco en la roca por donde entran las olas. Muy, pero que muy bonito. Aparte de la boca, un poco más allá, rompen las olas de una manera espectacular. Se nos pasa enseguida el tiempo que hemos puesto en el ticket. Precioso.


Un poco mojados por las olas, volvemos al coche y pensamos en cenar algo. Hace frío y no nos apetece demasiado aquello de arreglarnos para cenar en el casino. Además, queremos probar un sitio que nos han recomendado y que tiene muy buenas críticas en internet. Se llama “Somos um Regalo” y hay uno en Cascais y el otro en Sintra. El de Cascais lo tenemos a un paso, y allá que vamos.
Son casi las 7 de la tarde de un sábado, pero allí todavía hay que pagar ORA. Y los domingos, también. Eso estaría muy bien si funcionaran las máquinas para pagar, pero nos hacemos un auténtico tour por el barrio buscando una que funcione. Cuando lo conseguimos, vamos al restaurante que todavía no ha abierto. Mientras, echamos un ojo al de enfrente que, la verdad, tiene mejor pinta.

La carta que vemos desde la puerta tampoco nos parece tanto regalo, pero estamos empeñados en probar el conocido restaurante.


En cuanto abren, comienza a entrar gente. Buena señal.
No tiene mala pinta, aunque de nuevo esa costumbre de poner mesas largas para compartir. Somos los terceros en entrar y nos colocan en una mesa solo para nosotros, pero eso si, al lado de los montones de platos, que nos proporcionaron la banda sonora durante toda la cena.

Llega una camarera y nos deja una carta y varios platillos con tapas en la mesa. Unas aceitunas, mantequilla, chorizo y queso. Mira qué majos, con el hambre que tenemos.

Pedimos el plato estrella, pollo asado, a ver si de verdad está tan espectacular como ponen los comentarios. Y una ensalada.
Nos comentan que es medio pollo, pero debía ser un pollito recién nacido, porque era enano. Y seco. Pero seco… seco. Muy seco.
La única gracia era la escasa salsa que tenía un toque picante, pero vamos, que nada del otro jueves. Por suerte he comido queso y mantequilla, porque el pollo apenas lo pruebo. Jose, con valentía, da unos bocados más, pero a punto de añusgarnos, pedimos la cuenta.
La camarera nos trae la sorpresa de la noche. 32,95 € por un pollo seco y unas rodajas de tomate gordas como dedos y sin aliñar.
Con las mismas, le preguntamos al camarero que pasa por allí. Nos dice que las tapas se cobran. Pero nosotros no las hemos pedido, le respondemos. Si me pones algo en la mesa que yo no pido, es porque me lo regalas. Que no. Que si. Que llamo a la encargada.
El camarero se va y llega una encargada que nos explica que en Portugal, por ley, no tienen por qué avisarte de que te van a crujir por un poco de chorizo. Le rebatimos que, al menos, deberían de avisar, y más aún viendo que somos extranjeros y no conocemos sus costumbres.
Finalmente, sacamos la tarjeta para pagar y dice que hay que acompañarla a la barra. Para calmar nuestra ira, la encargada nos descuenta 4 €.
No nos importa tanto que se cobren las tapas como que no se avise de ello. Además, es un lugar con humo y la comida es mala. ¡Qué diferencia con el restaurante de ayer! No comprendo las buenas valoraciones. O será que hemos tenido mala suerte y el pollo era de anteayer, no se.
Tampoco me extrañaría por el aspecto del baño nada más abrir. Las papeleras ni se habían vaciado, había charcos por el suelo y poca higiene en general. Eso recién abierto. No se molestan en dar una pasada al baño entre las comidas y las cenas.
Bastante decepcionados, salimos del restaurante donde nos está esperando un chaparrón. Llegamos empapados al coche y decidimos irnos a casa, porque buscar ahora el casino no nos apetece mucho.
Ponemos el navegador y empezamos a despistarnos por las rotondas hasta que en un giro nos encontramos de frente con el casino.

Bueno, pues esto es el destino, que nos está llamando. Lo mismo echamos un eurillo a algo y nos toca una millonada.
Pues venga, a cambiarnos.
Nos vestimos muy finos y salimos a plantar cara al temporal, que se va animando.
Mientras nos acercamos adonde se supone que está la entrada, vemos unas salas muy elegantes donde están cenando grupos de personas. Jose me comenta que son las salas privadas.

Avanzamos un poco más y vemos un letrero luminoso…

¡¡Un restaurante chino mandarín!!
Nos hartamos de reír mientras luchamos contra la ventolera. No encontramos la entrada. Subimos la escalera y todo se ve cerrado. Ya hasta dudamos de que ese sea realmente el famoso casino de Estoril.
Por fin encontramos una puerta que nos lleva a una sala sala bastante menos lujosa que el restaurante chino. Aquello tiene más pinta de ser la entrada a un puticlub que a un casino:

No es que seamos expertos en casinos, pero los que hemos visitado tienen otro ambiente. Tantas luces rojas le dan un aspecto extraño.

Con la cámara en el bolsillo, subimos las escaleras mecánicas que nos llevan directamente a la sala de las tragaperras.
En este casino aún se permite fumar y ha perdido bastante glamour, así que nos encontramos con mujeres en pantalón corto y hombres en chándal y playeras tirando montañas de ceniza al suelo. Vaya chasco. Y nosotros con los tacones y la americana.
Ya que estamos allí, metemos 5 € en una máquina que simula una ruleta y vamos apostando. Ganar, no ganamos, pero pasamos un buen rato recuperando algo en cada apuesta.
Antes de marcharnos subimos al piso de arriba, donde están los jugadores “serios”. Esta sala tiene una pinta mucho mejor pero, como no sabemos jugar, damos un rodeo a las mesas y nos vamos.

Salimos del edificio y nos encontramos con una calle que no se parece en nada a la que hemos entrado. Hay coches aparcados en la puerta y los luminosos del casino son mucho más espectaculares.

Por eso no encontrábamos la puerta, claro. Entramos “por las traseras”, que se suele decir.
Corremos al coche porque se está poniendo feo el tema del huracán. Queremos parar en unas oficinas de Vía Verde que hay cerca del puente para ver si de una vez solucionamos lo del día que pasamos sin pagar.
Antes de llegar al puente, vemos unas indicaciones a otra oficina de Vía Verde. Como tontos, damos vueltas y vueltas por rotondas eternas hasta que llegamos a la puerta de la caseta.
En aquel alto, el viento sopla como loco. Temo por la integridad física de Jose que, audazmente, osa salir del coche para informarse. Con lo delgadito que está, creo que va a arrastrale la ventolera. Yo me quedo esperando mientras imagino adónde van a ir a parar los postes con las banderas. Hace un aire feroz.
No tarda nada en volver. No le han abierto la puerta. Está cerrado. Nos estamos cansando de intentar pagar el puñetero peaje.
Seguimos ruta al apartamento pero cuando llegamos al pueblo todavía es temprano. Buscamos un bar abierto, pero todo está cerrado a cal y canto. Tiramos de google y nos lleva a unos bares-restaurantes ubicados en la playa.
Abro la puerta del coche que casi se arranca de cuajo y yo me quedo atrapada con el cinturón, que se ha quedado pillado con la gabardina. Si no me viene a rescatar Jose, la puerta vuelve a España por si misma.
Uno de los garitos nos gusta más. El que está más lejos, claro. En nuestra línea, empezamos a rodear el chiringuito y no encontramos la puerta. Eso si, nos tragamos unos kilos de arena mientras tanto. Vaya, que también está cerrado.
En el otro hay un cartel que dice que es un restaurante de sushi, pero entramos a ver y también es bar. El local lo regentan unos chinos. Es muy grande y está plagado de niños. Tiene una primera sala donde se permite fumar, con paredes de caña (ahí no hay nadie porque hace un frío que pela) y la de dentro, más cálida y petada de gente. Debe ser la única opción que queda en este pueblo.

Nos tomamos un par de “Super Bock” y nos retiramos, porque el ambiente en la sala de las cañas está calentándose. Han llegado una cuadrilla de quinquis y no sabemos bien si están de risas o van a terminar a puñetazos.
Nos tiramos un buen rato intentando cerrar la puerta. La cerramos y el viento la abre. Cuando lo conseguimos, viene una niña y la vuelve a abrir. Mira, vámonos y que la cierre el chino.
Una vez apartados de la costa, el tiempo está en calma. No parece tan grave el temporal como para merecer una alerta naranja aunque, eso si, algunos semáforos no funcionan y tenemos que jugarnos el bigote en un cruce saltándonos un semáforo que lleva 15 minutos en rojo.
En la zona del apartamento hay calma total. Ni se mueven las hojas de los árboles.
Os dejo aquí algunos archivos por si venís con más tiempo que nosotros. Si tenéis paciencia, os lo recomiendo. A pesar de que la cantidad de gente, el huracán y las increíbles vueltas que dan los portugueses en cada acceso nos han robado mucho tiempo, dos días es poco si pretendes ver Lisboa y los alrededores. Nos quedamos con ganas de hacer una excursión para ver delfines en la zona de Setúbal. Cuesta 35 € dura un par de horas y tienes derecho a un refresco, jeje. Es caro, pero si os animáis, mejor en verano que te permiten bañarte (si tienes sangre para meterte en esas aguas tan heladas).





