
LISBOA
12 DE OCTUBRE AL 14 OCTUBRE 2018
LISBOA
Puente del Pilar. 12 al 14 de octubre de 2018
Esta vez os contamos un mini viaje pero muy, pero que muy intenso.
3 días. ¿Qué hacemos? Nos cuesta quedarnos en casa, así que buscamos algo fácil y rápido que pueda hacerse en un par de días.
¿Qué tal Lisboa? Hecho. Nos vamos a Lisboa.
La primera odisea es enterarnos de cómo funcionan las autopistas en este país. Empezamos una semana antes a leer páginas informativas, blogs y todo lo que se nos ocurre. La información es muy confusa, y no conseguimos aclararnos. Llamamos a amigos que tampoco nos saben explicar.
Parece ser que hay 4 maneras de pago o algo así. Están las que únicamente son electrónicas. De eso hemos encontrado unos mapas que las indican, aunque llegado el momento, tampoco es cierto.
Las electrónicas exclusivamente, no tienen a ningún humano que te informe, por lo que de pronto te encuentras dentro y sin saber qué hacer. En las webs hemos leído que hay tres maquinitas en las que vinculas la matrícula a la tarjeta de crédito y que, a la que pasas por los puestos de control, te van leyendo la matrícula y no hay que hacer nada más. Tres, si. En todo Portugal.
Hemos pensado entrar por Badajoz. Pues vaya, ahí no hay maquinita, porque no son electrónicas.
Hay otros dos métodos de pago, que seguramente habéis visto ya. Unas tarjetas de prepago y unos bonos de 3 días por 20 €. Ah, pues eso, pensamos. Pues no, tampoco. Hurgando por los enlaces de webs, logramos llegar a la página de Correos de Portugal donde teóricamente se pueden comprar.
Se pueden comprar, si. Pero solamente sirven, de nuevo, para las electrónicas.
El cuarto método de pago es el manual, pero sigue sin quedarnos claro en cuáles de ellas funciona.
¿Y cómo entramos en Lisboa?
Aburridos de tanta búsqueda, hemos pensado ir allí y solucionarlo en persona nada más entrar. ¡Qué ilusos!
Para recibirnos, este “amable” país, nos la juega a la primera, pero eso os lo cuento en un rato.
Día 11 de octubre, 4:35 de la madrugada.
Nos arrancamos por soleares para llegar tempranito y aprovechar el día. Tenemos unas 8 horas de camino por delante, y ya vamos con retraso. Por el camino, nos damos cuenta de que allí es una hora menos, lo que nos consuela un poco.

Hay poco tráfico, y hacemos el viaje del tirón. Antes de entrar en Portugal, queremos cargar de gasoil el depósito, porque allí es más caro que en España.
Son casi las 9 de la mañana cuando paramos en una gasolinera (fatalmente indicada que nos hace dar una vuelta hasta otro pueblo y volver). A pesar de la hora, todavía tiene únicamente abierta la ventanilla. Es una Cepsa, creo que pertenece a Gévora.
Le pregunto a la “simpática” cajera cómo puedo entrar al aseo, porque estas gasolineras 24 h. suelen tener acceso por el exterior. Pues no. Ésta no. Lo gracioso es que el “Carrefour” de dentro funciona las 24 h. Lo que no tengo claro es cómo decides lo que te quieres llevar si no puedes verlo.

Pues nada, vamos a seguir camino hasta el país vecino que nos espera con los brazos abiertos para saquearnos con sus peajes.
Entramos en Portugal sin pena ni gloria. Qué nostalgia de aquellos puestos fronterizos donde los agentes de la ley se molestaban en saber quién traspasaba sus fronteras. O al menos, esos cartelotes grandes donde leías el país en que te metías, por si te daba por arrepentirte.
Ahora nada de eso. El redondel europeo de las estrellas en una chapa que ya quisiera parecerse a la de mi pueblo, y ya estás dentro. Sin anestesia ni ná.
Enfilamos una autovía o algo así, que nos deja respirar tras la carreterucha por la que venimos. Y llega el primer peaje.
De momento, nos crujen 16,60 € desde Elvas, en la frontera de Portugal, hasta la entrada a Lisboa. Ojito con confiaros en las supuestas autovías, que también son de pago.
Hemos cogido un apartamento en la Costa de Caparica, un bnb, por un precio estupendo. 28 € la noche, más las tasas de la app. Es demasiado temprano para parar a dejar el equipaje, así que seguimos hacia Lisboa para aprovechar el tiempo.
Con tanto buscar cómo pagar peajes, no nos hemos dado cuenta de que para entrar a Lisboa, tenemos que pasar obligatoriamente por el puente 25 de abril que es el único en esta zona que pintaban como electrónico. Habíamos pensado informarnos antes de pasarlo, pero no es posible. De repente nos encontramos con el peaje del puente y una maraña de coches que nos nos permiten apartarnos ni apenas cambiar de carril.
Unos metros antes vemos en lo alto las indicaciones de cada carril. O bien Vía Verde (el electrónico), o bien VC, que vaya usted a saber lo que significa.
Nos volvemos locos durante unos instantes y, como nos sabemos por dónde pasar, seguimos en ese carril y al pasar por debajo comienza a sonar una sirena.
Empezamos con buen pie. Reducimos la velocidad a la espera de que nos capture la guardia, pero no se acerca nadie. Pues nada, ya tenemos la primera multa, nos decimos. Y aquí las multas son salvajes, más que en España, y ya es decir.

Bueno, en cuanto aparquemos el coche, lo solucionamos. Juas, juas.
Lo primero es la odisea de aparcar el coche, claro. Y la segunda conseguir que alguien nos informe.
Queremos ir a desayunar los famosos pastelitos de Belem a un mirador que pintan como algo espectacular.
Hacemos algunos intentos de dejar el coche en la calle, pero son solo para residentes. Ni pagando la ORA nos podemos quedar allí. Un poco hartos, lo metemos a un parking y ya subiremos caminando al mirador.
Se nos olvida coger la mitad de las cosas, de lo estresados que andamos ya, y salimos a una plaza muy grande, llena de tranvías y viajeros.
¡Anda, qué suerte! Nada más salir hay una caseta de turismo. Fantástico, vamos a preguntar lo de los peajes.
La muchacha de detrás de la barra nos indica que ella no conduce, por lo que no tiene idea de como se paga. ¿Os imagináis eso? Pregúntale a cualquier no-conductor en España cómo se pagan las autopistas y te aseguro que no tiene duda.
Rumbo al mirador, que debe de estar al otro lado de aquella empinada escalinata, aprovechamos para preguntar en varios sitios e incluso a un guardia que, misteriosamente, tampoco sabe nada y que empieza a plantearse esposarnos por cansinos.
Qué amables son nuestros queridos vecinos lusitanos.

Como no encontramos la manera de enmendar nuestro error, decidimos que nos merecemos un buen desayuno y luego ya se verá.
Llegamos, después de subir casi al Everest, el “increíble” mirador Porta do Sol.
Aparte de cientos de tuk-tuk que hay que ir esquivando para que no nos afeiten el bigote, solamente vemos unos trasatlánticos inmensos aparcados en el puerto.

¿Tanto bombo para estas vistas? En nuestro país las tenemos mucho mejores pero tristemente no las promocionamos tanto.
A la vista hay dos bares. Uno que parece súper lujoso y otro con aspecto de tasca. El primero tiene la carta en la puerta. 1,50 € el pastelito. A mi me parece un sitio caro y pedante, así que nos vamos a la tasca.
Estas son las vistas desde la terraza del bar:

Espectaculares, ya veis.
Tras renunciar al restaurante pedante, nos acomodamos en la terraza, que al menos tiene la fama de ser pionera en los pastelitos.
Para empezar, solo puedes pedir la bebida. El bollo, entras tú y lo compras adentro. Nos turnamos para elegir, aunque, evidentemente, nos decantamos por el famoso pastelito, y unos zumos de naranja liliputienses.
El pastelito no está mal. Pero vamos, que la Mallorquina le dejaría en evidencia sin poner mayor interés. Y los zumos son naturales, si, pero de chupito. Lo cierto es que la broma nos sale por 11,60 euracos. La primera tomadura de pelo. Habrá que andar con más ojo, que si seguimos a este ritmo, veo que nos tenemos que volver esta tarde.
El mini bollito, que en la factura nos cuelan como “pastel nata”, de nata no tiene nada. Un hojaldre con crema.
Y si 1,50 nos parecía caro, estos nos cascan 2 lereles por cada bollo. ¿Y los zumos? ¡3,80 € cada uno!!
Bueno, el bar se llama “Esplanada do Cantinho”, por si queréis no ir.

Al lado del bar arranca un callejón con el cartelito de “Castillo de San Jorge”.
Estamos sudando porque la temperatura es mucho más alta que en nuestra Castilla, pero ya que estamos allí, vamos a aprovechar para subir a verlo.

Hay auténticas riadas de gente que sube y baja del castillo. Un chico canta, guitarrita en mano, en un recodo del camino.
Más arriba, tres piratas hacen lo propio, o al menos lo intentan.
Encontramos una inmóvil fila de turistas y seguimos el recorrido para ver qué es lo que están esperando.
Parece que su intención es entrar al castillo este de san Jorge, que a primera vista consiste en unos muros de piedra, como cualquier castillo medieval, y jardines, Muchos jardines. A los portugueses les chiflan los jardines.

No nos compensa pasarnos un par de horas esperando, así que seguimos subiendo y nos encontramos con una iglesia.
Allí, un chico nos informa de que ver la iglesia es gratis, pero que podemos subir a una torre, previo pago de 2 pavos por barba, y tocar la campana. No sirve para nada, ni se te cumplen deseos, ni te casas como con la de Covarrubias, ni te toca la lotería cuando la tocas ni nada; pero sirve para colaborar con el mantenimiento de la iglesia y tal y tal. Qué les costaría decir que se nos cumple un deseo o algo. Porque subir, subes. Pero sin ilusión.

Hacemos la buena acción del día, y nos encaminamos a la taquilla de la torre. Nos recibe una chica que debe de hablar todos los idiomas, porque a cada uno le responde en el suyo. Lo cierto es que se tira un buen rato hablando con los anteriores, así como el siguiente guardés, que hace lo propio, y a nosotros no nos dicen ni mu. Que subamos y punto.
Como era de esperar, atasco escaleras arriba y abajo.
La torre no es muy alta, ni bonita.
Mi único aliciente es tocar la campana.
Los ingleses se resisten a irse y a apartarse de las campanas. Solo nos dejan la del contraluz. Y ya, un poco cansada de la señora que se pone a mirar el móvil justamente allí, al lado de la campana que mejor foto tiene, me acerco y agarro el badajo.
Debió de intuir mis intenciones, porque se retiró un poco, justo a tiempo de que yo diera un par de campanadas como es debido. Con energía.

Echándose las manos a la cabeza y tapándose los oídos, parece que recuerdan a mis ancestros mientras se quejan en su idioma que no me interesa entender.
Ahí ya me hicieron sitio para poder hacer las fotos. ¿Ves qué bonitas son las tradiciones? Hay que aprender de todo, hasta a tocar las campanas.
Estamos asados de calor. Creemos que lo más saludable va a ser bajar al coche a cambiarnos y seguir la visita por la capital portuguesa.
Como no somos de coger transportes si lo podemos evitar, pasamos de tuk-tuks y de tranvías y bajamos callejeando.
El ambiente allí es raro. Pero raro, raro.
Estamos en octubre, pero las ventanas siguen llenas del espumillón de la navidad pasada. Los aromas a pollo guisado se mezclan con los de marihuana. Un tipo vigila la calle sentado en una silla de oficina sujeta con esparadrapos. Y los chinos, que dejan su nota en los balcones:




Bajamos al parking a cambiarnos de ropa, y de camino preguntamos en otra oficina de turismo acerca de los peajes y tampoco saben nada. Ya que estamos allí, le pedimos un plano de la ciudad y nos pide 1,90 €, así que seguimos con los que llevamos de El Corte Inglés y de la guía Routard, que aunque antiguos, dicen lo mismo.
Nos ponemos unos pantalones cortos y unas sandalias allí mismo y salimos para visitar la parte baja de Lisboa. Los barrios Baixa y Chiado. Callejeamos primero por Baixa, rumbo a la plaza del Comercio, que tiene fama de ser una de las más grandes y bellas.
Por el camino nos encontramos con el elevador de Santa Justa. Un ascensor que lleva a ninguna parte y la fila de gente a la espera sobrepasa dos calles. Y digo yo, que cuál es el sentido de un elevador-mirador en una ciudad llena de colinas. Tampoco aquí nos convence la espera, por lo que seguimos caminando por estas calles de piedrecitas, que son muy monas, pero que para los pies tampoco es que sean ideales. Hacemos apuestas a ver quien ve primero a alguna chica con tacones. No ganó ninguno, claro.

Nos cuesta hacernos sitio entre tanta gente, cuando vemos delante de nosotros un tremendo arco que suponemos da paso a la famosa plaza del Comercio.

El arco nos encanta, y pasamos un buen rato haciendo fotos. Nos abrimos paso entre el gentío y nos despistamos el uno del otro, hasta que por fin volvemos a vernos dentro de la plaza.

Lo mismo os parezco rara, pero yo tan bonita no la veo. Grande si, pero me quedo con la de Salamanca, Madrid, Sevilla o cualquier otra plaza de nuestra tierra.
Curiosamente, hoy no es fiesta en Lisboa. Y no solo nos extraña por aquello del descubrimiento de América, sino porque a ese señor del caballo (el rey Carlos) y a su hijo, les asesinaron también un 12 de octubre, o al menos eso creo entender.
El lado opuesto del arco también es muy espectacular, y al final de la plaza, el mar y unas vistas impresionantes del puente que tantos quebraderos de cabeza nos está proporcionando, nos esperan.


Algunas personas están en bañador en la playa. Qué privilegio de clima, desde luego.
Rodeamos la plaza y, de paso, la escaneamos en busca de la oficina de correos que, teóricamente, está ubicada allí, y que ¡al fin! Nos va a sacar de nuestros problemas con las dichosas autopistas.
La plaza esa, la plaza de al lado, las calles que suben, las calles que bajan… Que no, que allí no hay ninguna oficina de correos. Cero absoluto.
Un poco ya hasta los mismísimos de dar vueltas, nos encontramos con un banco CTT, que parece pertenecer a ese organismo.
La señorita nos muestra las tarjetas de prepago para las autopistas electrónicas. Cuando (creemos) que nos entiende acerca de nuestro primer error de colarnos, nos manda a una estación de metro donde existe una oficina Vía Verde, para que nos informen de como remediar la multa.
Empiezan a florecer todos mis instintos asesinos.
Le damos las gracias y nos vamos.
Son las tres de la tarde. Aquí son muy europeos para comer. Llevan zampando desde las 12, así que empezamos a dudar que nos den algo de almuerzo si no nos damos prisa.
Entramos al barrio de Chiado y buscamos un lugar económico para reponer fuerzas.
Un tranvía ha parado la circulación porque no puede pasar sin llevarse un coche mal aparcado por delante. La policía y los vecinos están allí comentándolo.
Nosotros seguimos con el mapa intentando orientarnos, porque ya vemos que lo de preguntar no resulta muy fructífero.
“¡Anda, si el funicular debe de estar por aquí!”
“¡Anda, si es esto!”
Pooor supuesto, había cola para subir.
Nuestro restaurante está indicado un poco más adelante, por una callejuela. Ah, pues comemos y después subimos en el funicular.
La calle, indudablemente, se convierte en una cuesta estrecha y empinada. Cuando nos damos cuenta, ya hemos hecho el breve recorrido del funicular, pero a pie.

Aguardamos un rato, a sabiendas de que nos vamos a quedar sin comer, para ver subir el funicular y fotografiarle. Pero no sube ni baja. Calma total. Y de nuevo, nos preguntamos para qué sirve un funicular que tarda mucho más en subir de lo que tardas en hacer el trayecto andando. Lo puedo comprender para los abuelos, pero os aseguro que en la cola eran todos jóvenes.
Pues nada. Nos hacemos las fotos con el vagón parado, que también es bonito. Hay uno que sube y otro que baja. No sabemos si a la vez o no, porque no se arrancan a moverse.


Nos ruge el estómago. Nos vamos a comer.
Según nuestra guía, hay un restaurante que da bien de comer por unos 8 €. Suponemos que no incluye ni IVA ni bebida, pero lo tenemos cerca y vale la pena probar.
Nos cuesta un poco encontrarlo, pero al fin lo vemos. Se llama Adega Tagarro y se encuentra situado en el “Barrio Alto” (calle Luz Soriano, 21).
A la vista vemos mesas corridas y bastante gente.
Una señora muy simpática nos indica que nos sentemos en la esquina de una de las mesas. Afortunadamente, no tenemos a nadie pegado, aunque si en la misma mesa.

Mientras nos trae la carta, aprovechamos a meter la clave del WIFI gratuito para ir subiendo las fotos a la nube.
El menú consta de un plato, bebida, pan y café por 8 €. Preguntamos por algunos de los platos a elegir y la señora nos recomienda probar la especialidad de la casa. Una especie de tortitas con bacalao, ensalada y arroz.
En realidad, el arroz lo sirven con alubias en una cazuela aparte. Comida rica y abundante. El vino muy bueno (creo que era del Alentejo) y todo esto con el IVA incluido. Muy recomendable este sitio. Nos han dicho que cerca de allí hay un sitio para escuchar fados por la tarde, pero no sabemos si nos dará tiempo.

Antes de que el sueño pueda más que nosotros, nos levantamos para seguir recorriendo la ciudad.
Antes de ir al apartamento, queremos ver aún los Jerónimos y la Torre de Belem, así que nos vamos encaminando hacia el coche.
Por el camino entramos a un par de iglesias. Una es bonita, pero la otra nos encanta.
La bonita, pero muy bonita, es la de Nuestra Señora de la Encarnación.



Por suerte, no cobran por visitarla y permiten hacer fotos fuera de las misas.
La que nos encanta es la de Santo Domingo. Es menos lucida, porque se quemó, pero ese es precisamente el encanto que tiene. Aún están negras algunas columnas y muros, y se percibe el destrozo que debió suponer el hundimiento del techo.


Nos entretenemos por el camino comprando una camiseta donde el regateo comienza con “último precio, 12 €”
Último… y primero, le decimos nosotros. Vaya, que al final nos bajó un par de eurillos, con mucho misterio y, por supuesto, rogándonos que no se lo dijéramos a nadie.
Llegamos al coche y nos invade la angustia al ver las indicaciones que tienen. Lástima olvidarnos la máscara anti-gas. Mecachissss…

Pues si que son chungos aquí los parking, vaya.
Conteniendo la respiración, llegamos a la máquina de pago, donde nos soplan la dolorosa de 11,70 €. No me resulta demasiado caro. Hemos estado aparcados 5 horas.

Comprobaréis que el idioma portugués tiene un cierto parecido al japonés. Nolte-Sul.
Me siento por un momento pateando la muralla china. Pues no, que va. Estamos buscando la salida.
Ya en la calle, a la derecha vemos el hotel de Ronaldo que, con todos mis respetos a sus seguidores, me resulta un poco cutre para los millones que tendrá ese señor.

Nos ponemos en ruta hacia Los Jerónimos (los monjes, no los indios) y la Torre de Belem. Qué suerte que haga tan buen día, nos va a cundir mucho.
El monasterio de los Jerónimos es espectacular. Como de costumbre, está abarrotado, pero aparcamos enseguida y nos mimetizamos con el resto de turistas que van bajando de los autocares.

De nuevo, nos llena de desazón la inmensa espera para entrar. Sin embargo, la guía explica que la visita a la iglesia es gratuita. La avalancha es para ver el claustro.
Como claustros hemos visto muchos, y torres de Belem no, no nos cuesta mucho tomar la decisión de obviar el claustro y visitar la iglesia.


Maravilloso por dentro y por fuera. Terminamos nuestra visita y vamos dando un paseo hasta la Torre de Belem, aunque ya las piernas empiezan a quejarse un poco.

Llegamos enseguida a Belem.
No puedo decir como es por dentro la torre, ya que por decimonovena vez, renunciamos a perder el tiempo en la cola. Nos gustan más los exteriores, así que no sentimos ninguna pérdida, la verdad.
A la torre le dedicamos bastante rato. Y eso por fuera unicamente, jeje.
La marea estaba subiendo y las olas iban alcanzando todos los escalones y estallando bajo el puente. Para estarse horas mirando, la verdad. Preciosa.

Impresionante la Torre de Belem
Camino de vuelta, nos paramos en un puesto de helados de esos artesanales de cucurucho. Hay varios tipos de cucuruchos. El que parece plástico, el bueno, el grande, el pequeño….
Preguntamos de qué sabores tienen y nos señalan un cartel de Frigo. Los cucuruchos eran solo atrezzo, parece ser.
Pues hala, nos vamos sin helado.
Por fin nos decidimos a marcharnos al apartamento. Es tarde y estamos cansados. No hemos dormido nada en toda la noche y el día ha sido ajetreado.
El famoso puente no se paga al salir de Lisboa, así que seguimos sin enterarnos de nada.
La señora que nos da las llaves nos está esperando con un perrito.
El apartamento es pequeño pero muy agradable, y el barrio se ve muy tranquilo. Además, estamos al lado del mar. También tenemos wifi gratis.

Subimos las cosas y buscamos un lugar para cenar y después dar un paseo al mar.
Al lado hay una pizzeria y otro bar normal. Nos quedamos en este último y optamos por pedir dos perritos calientes. Cachorros, les llaman aquí. Le señalamos la foto y salimos a la terraza a sentarnos.
O Tiago, es el nombre del bar.

Al cabo de unos minutos se presenta la camarera con nuestro pedido, solo que en lugar de perritos, nos trae un par de hamburguesas con patatas que nadie había pedido. Sumisos y partiéndonos de risa, las damos matarile (buenísimas, por cierto) y que solo nos cuestan 9,30 € , bebida y aceituna incluidas.

Ahora viene el paseo a la playa. Y la odisea para llegar hasta él. Oírle, le oímos, pero aquello está llenos de inmensos campings que hay que rodear para llegar a la playa. Bueno, a estas horas, playa queda poca. La marea está alta y estamos de cara al océano, así que las olas son fuertes.
Bordeando el camping se nos ha hecho de noche, así que no nos da tiempo para disfrutarlo mucho.

Derrengados, nos vamos a la cama. Mañana hay mucho que ver aún